Esta instalación nace de un punto de inflexión en la vida del artista: un diagnóstico médico recibido hace nueve años. Santiago fue informado de que conviviría con el VIH y que, para ello, tendría que tomar antirretrovirales diariamente, de por vida.

Lo que en un inicio llegó como una sentencia de muerte, se transformó, a través de la práctica artística, en un ritual de resistencia, memoria y vida. Pero también en un espacio para explorar raíces genealógicas y trabajar heridas profundas. A lo largo de su trabajo escultórico, Santiago ha incluido a su madre en el proceso plástico y para esta exposición, la relación intrínseca que se esculpe y se materializa entre madre e hijo, así como con otras mujeres de su familia.

La exposición traduce un gesto cotidiano –el acto de tomar una pastilla– en un lenguaje escultórico cargado de significado. Durante estos nueve años, el artista ha recopilado el material farmacéutico que inevitablemente acompaña su existencia. Cada día, al extraer una pastilla del blíster, deja un vacío que se convierte en el núcleo de su obra. Ese vacío es la huella del gesto diario, la cual es recubierta con cera, en un acto de preservación y cuidado que recuerda la labor de las abejas protegiendo su miel.

En esta obra, la cera y la miel son mucho más que materiales; son metáforas poderosas que hablan de la capacidad transformadora de la naturaleza, y del cuerpo. La miel como materia poderosa, simboliza su poder protector del sistema inmune, mientras que la cera actúa como guardiana protectora de ese líquido sagrado que es la miel.

La obra se expande más allá del gesto inicial: Santiago incorpora tierra y miel, elementos profundamente ligados a su origen en Sogamoso, un lugar de tierra fértil y de memorias rurales. En un hallazgo escultórico, crea cuencos que evocan formas cerámicas pero que son, en su esencia, territorio y dulzura. Son un homenaje a su infancia, donde las abejas –con su potencia para transformar el néctar en miel–, las vacas y los remedios tradicionales practicados por su abuela emergen como símbolos de sanación y conexión vital.

Escultóricamente, la obra también encuentra su fuerza en el ritmo. En la instalación, los 1,920 cuencos dispuestos en serie generan una cadencia visual y simbólica que habla de la persistencia y la repetición inherente al acto diario de tomar una pastilla, a la insistencia de vivir. 
¡Cada cuenco es un fragmento de vida!

Hay quienes interpretan la obra como ofrendas votivas, esas velas que, por lo general, se encienden en las iglesias en cumplimiento de un voto, de ahí su nombre. Esto sugiere que, quizá de manera inconsciente, el artista establece una conexión con la historia del territorio del que proviene, resaltando la relación entre lo cotidiano y lo trascendental.

La instalación reúne 5.5 años de vida del artista, encapsulados en cada pastilla y transformada en un objeto escultórico. Dispuestas en cuencos de miel y tierra, estas piezas ritualizan la insistencia diaria de estar vivo.

En esta exposición, la muerte está presente como un eco inevitable, un cuerpo que recuerda su fragilidad. Sin embargo, también está la posibilidad de lo fértil, como un sembradío que germina en cada cuenco. La obra dignifica el cuerpo seropositivo y abre un espacio para relatarse desde lo más vital. Es una narrativa que se enuncia y se celebra: un homenaje a la fuerza de vivir y al acto de transformar lo cotidiano en una poética de resistencia.

Durante el primer mes de la exposición, Santiago organizó una serie de encuentros titulados ‘El espíritu del enjambre’, actividades que reunieron a un importante número de personas en movimientos aparentemente caóticos, dinámicas colectivas y revuelcos emocionales. Los talleres se plantearon como un espacio para promover encuentros, explorar la sanación y ‘endulzar’ la palabra. La miel, como símbolo y material, se convirtió en el hilo conductor de estas experiencias compartidas.

Los títulos de los encuentros, además, juegan un papel importante en su obra y actúan como umbrales simbólicos hacia la experiencia compartida: ‘La fundación de la colmena’, ‘Colectar el néctar, ofrecer la miel’, ‘El espíritu del enjambre’ y ‘Dejar caer el polen en la flor’ no solo evocaron la poética de lo colectivo, sino que también crearon un espacio donde personas con VIH y sin VIH pudieron encontrarse. Un entorno donde convivir con el virus no solo se reconoce como una realidad presente y latente, sino también como una decisión y una fuerza transformadora. Estos talleres fueron también un intento por desmitificar las narrativas dominantes sobre el VIH, resignificando la experiencia desde lo íntimo y lo colectivo. Alojar, permitir, pertenecer y participar en estos encuentros fue una experiencia para construir un terreno fértil: un lugar donde la palabra poética puede germinar y donde la política del cuerpo atraviesa relatos de vulnerabilidad y resistencia.

Angelina Guerrero
Back to Top